califato abásida

Página del Tarikhnama de Bal´ami que representa a Abu’l-‘Abbas al-Saffah, fundador del califato abásida.

«El poder reside donde los hombres creen que reside.»

La Araña

Desde los lejanos territorios del norte de África hasta el extremo oriental, más allá del río Oxus, el califato abásida tuvo que mantener un difícil pulso con los nuevos poderes. ¿Cómo afrontaron su llegada? ¿Cómo defendieron su propia dinastía? ¿Cómo sobrevivieron incluso frente a rivales más fuertes? Veremos en las próximas líneas que, en su debilidad, tuvieron que recurrir a todo tipo de artimañas diplomáticas para administrar su menguante poder. En sus manos, veremos cómo a veces una carta, un vestido y caros regalos se convirtieron en armas terribles.

A mediados del siglo VIII, la revuelta abásida, una de las conspiraciones más complejas, asombrosas y brillantes de la historia, había basado su éxito en el descontento de las poblaciones conquistadas con su posición clientelar frente a la clase árabe gobernante (ver «La decadencia del califato omeya» en Antigua y medieval n.º 46: La expansión del Islam. El califato omeya). En el caso de los territorios iranios, esta era especialmente incómoda. Algunos miembros de la nobleza irania podían remontar sus orígenes hasta las principales familias aqueménidas, del imperio parto o sasánida. Habían mantenido su identidad cultural a lo largo de mil años. Los reyes persas habían dominado inmensos territorios, unido tierras separadas por el mar, derrotado a emperadores… El dominio árabe para ellos era una rara discontinuidad, a pesar de que su religión había sido asimilada profundamente. La nueva fe no eclipsó su pasado, ni este se consideró vergonzoso o impío (a diferencia de los cultos idólatras preislámicos para los propios árabes). Al contrario, fue incluso cantado por los grandes poetas iranios como Firdowsi en su “Shanameh”. Aunque la conquista árabe fue fulgurante, la islamización fue mucho más lenta y todavía en el siglo IX eran muchas las regiones que no habían abrazado la nueva fe.

El éxito de los abásidas legitimó, al menos tácitamente, las ambiciones de independencia de esa nobleza que había sido desplazada y sometida a los árabes. Los primeros califas de la dinastía, no obstante, fueron capaces de mantener el poder y el control sobre Dar-el-Islam, dejando insatisfechas las aspiraciones de quienes les habían apoyado contra los omeyas. Insatisfechas, pero no segadas. Fue tras la muerte del gran Harún ar-Rachid, quien dividió el califato entre sus tres hijos, cuando comenzó una guerra fratricida que dio una nueva oportunidad a los descontentos. Fue su hijo Al-Mamún, que había recibido de su padre los territorios orientales, quien se apoyó en los jorasaníes para formar su ejército y derrotar a sus hermanos. Es en este contexto en el que la primera dinastía islámica irania aparece, recompensada por el nuevo califa. La casa tahírida, fundada por Tahir Ibn Hussain, fue oficialmente designada para gobernar Jurasán en el 814; un gobierno independiente, pero leal al califa, en manos de una familia persa.

Jurasán era el extremo oriental del califato; una tierra fronteriza, abierta a la estepa y sometida a las frecuentes invasiones turcas. La solución de Al-Mamún pagaba su deuda y protegía la fronteras esteparias. Pero era de suponer que también los tahíridas, que siempre permanecieron leales al califato frente a las revueltas shiíes y otras insurrecciones, se vieran tentados por la visible debilidad califal. Es así que Al-Mamún tuvo que enfrentarse a su primer desafío.

La noticia le llegó a través de su red de espionaje. Tahir se proponía hacer algo inimaginable, de modo que dio instrucciones para tal eventualidad. En el 822, durante el sermón del viernes, ante los fieles que llenaban la mezquita, ibn Hussain pronunció la khutba omitiendo el nombre del califa en la lista de ruegos a Dios.

Si el universo pudo ser creado por una palabra, hubo una vez un mundo que fue destruido por la ausencia de una. Aquella omisión era el signo inequívoco de las aspiraciones de Tahir; unas aspiraciones que el califa no podía permitir. Instruidos por sus visires, los agentes abásidas actuaron y Tahir murió envenenado aquella misma noche.

Tras su muerte, los tahíridas fueron misteriosamente respetados por Al-Mamún y siguieron gobernando, apoyando siempre al califato. Quién sabe si entre los asesinos de Tahir no había miembros de su propia familia.

Esta adhesión a Bagdad provocaba descontento entre ciertas élites, descontento que Yakub ibn-Layth, fundador de la dinastía safárida, gobernador de Sistán (en el actual Afganistán), utilizó para rebelarse y avanzar imparable hacia el oeste. Venció a los tahíridas, pero no cruzó el Oxus, y esto permitió que al otro lado se elevara la estrella de los samánidas, que brilló más que nunca sobre el emir Ismail. Era un gobernante eficiente, astuto y capaz, tanto como para eclipsar a “No Dios, sino la sombra de Dios en La Tierra”. Por eso, el califa Al-Mutadid negoció con el safárida Amir ibn-Layth (sucesor de Yakub): la derrota de Ismail a cambio de la anexión de la Transoxiana a sus dominios y una carta con el nombramiento de gobernador en su nombre.

En el 900, Ismail derrotó a Amir. Llorando sobre su caballo muerto lo encontró tras la batalla, y siguiendo la antigua costumbre, le perdonó la vida, apostando por ganárselo como aliado. Terrible fue la ira del califa; envió una nueva carta, esta vez a Ismail, reconociéndolo como gobernante en su nombre y reclamando a Amir como prisionero. Ismail tuvo que enviarlo a Bagdad, donde murió olvidado en una celda dos años después. Los nombramientos califales iban acompañados de lujosos regalos: vestidos, calzado de lujo y otros objetos, pero amargos debieron de parecerles a Ismail, mientras en agradecimiento al califa.

Los ziyáridas gobernaban la provincia de Tabaristán, y los samánidas planeaban anexionársela. El califa explotó estas ambiciones. De nuevo recurrió a comerciar con sus privilegios para legitimar gobernantes: lanzó a los ziyáridas contra los samánidas. Ismail puso a su general Ibn Harun al frente de su ejército, que aplastó a los ziyáridas y conquistó Tabaristán. Pero de nuevo, el califa envió sus mensajes; susurros al oído de Ibn Harun para que traicionara a Ismail a cambio de legitimar una nueva dinastía, la de su propio nombre. Aquella traición obligó al emir a acudir personalmente a la batalla. De nuevo salió victorioso e Ibn Harun pagó la traición con su vida.

Resiliencia y ocaso del califato abasida

Estos ejemplos muestran bien el sutil poder del califato. Cuando no pudo evitar que sus antiguos territorios se independizaran, optó por manipular a estas nuevas dinastías que aspiraban a gobernar, que ansiaban la legitimidad sagrada del nombramiento califal. A cambio, ejecutaban las estrategias que dictaban los califas quienes, sin oponerse oficialmente a nadie, dividían a sus rivales para debilitarlos a todos y mantenían así la ilusión de gobernar el Dar-el-Islam.

Esta estrategia fue finalmente desbaratada por los búyidas, que tomaron Bagdad en el 945 y pusieron bajo su “protección” al califa en lugar de eliminarlo. Habían encontrado así la solución al problema: la separación total entre el poder terrenal y el poder religioso. Ali ibn Buya de Dailam fue proclamado Emir de Emires, con un nuevo nombre, Imad ad-Daula. Obligó al califa a delegar, mediante nombramiento oficial, su autoridad política en él. El califato quedó así encerrado en una jaula de oro, ocupado de asuntos religiosos, e incapaz de decidir, sin la aprobación de los emires búyidas, los nombramientos de nuevos gobernantes. Solo cuando la estirpe dailami se debilitó, a mediados del siglo XI, los califas se atrevieron a tratarlos con desdén, a nombrar unilateralmente a Togrul Bei de los selyúcidas Segundo Emir, y a entregarle Bagdad junto al último de los búyidas, con la esperanza de recuperar su poder. Esperanza que pronto se vio truncada.

A la cabeza de un imperio que se descomponía, con un poder efectivo menguante, los califas negociaron con su capacidad para legitimar a las nuevas y pujantes dinastías locales, apoyándolas o abandonándolas, según sus intereses, para mantenerlas ocupadas luchando entre ellas. Esto fue así durante casi siglo y medio tras la muerte de Harún ar-Rachid, hasta el advenimiento de los búyidas en el 945, que tomaron al califato bajo su supervisión y protección directa, manteniéndolo nominalmente al frente del Islam, pero arrebatando al califa la potestad de los nuevos nombramientos, lo que anuló cualquier capacidad de influencia terrenal.

Bibliografía

  • RUDHRAWARI, A.S; BIN MUHASIN, H. Continuation of Experience of the nations,  Ed. Oxford Basil Blackwell Broad Street, 1921.
  • VAMBERI, Arminius, History of Bokhara,  Ed.Henry S. King&Co. 1873
  • AL-TABARI, M. Experience of the nations,  Fragmentos varios, localizados en internet.

Este artículo forma parte del I Concurso de Microensayo Histórico Desperta Ferro. La documentación, veracidad y originalidad del artículo son responsabilidad única de su autor.

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